A veces iba
con mis hermanos y mi primo a pescar. Solíamos ir al puerto en autobús. Ellos
tenían cañas con carrete y aparejos; yo, un palito con un sedal atado en un
extremo y un simple anzuelo. Mi palito no daba problemas, pero ellos, en
cambio, se pasaban media tarde desenredando las líneas, desatascando los
carretes, ajustando las boyas y los plomos… Bien, pero la cuestión no es ésa;
no es que yo pescara más con menos recursos y más rudimentarios por ser una
niña de ocho años. Lo que voy a contar es otra cosa.
Aquel día
no fuimos al puerto, fuimos al río, ya muy cerca de la desembocadura en la
playa. Ya habíamos ido otras veces, aunque en el río sólo había muiles y no
eran muy apetecibles. Tampoco es que comiéramos lo que pescábamos, que
normalmente nunca llegaba a casa porque lo dejábamos en los solares a los
gatos.
Había un
señor.
Había un
señor muy mayor -tenía el pelo completamente blanco- que llegaba en bicicleta y
solía pararse a charlar un rato. Era simpático, supo ganarse nuestra confianza.
Recuerdo aquella dentadura tan blanca, seguramente postiza. También recuerdo
que tenía una cojera pronunciada y que siempre llevaba camisas a cuadros.
Volviendo a
aquel día, mi hermano pequeño cruzó el puente y pasó a la otra orilla. Al cabo
de un rato, lo vimos entusiasmado sacando un pez que había picado el anzuelo.
Nos gritó que era una anguila. Yo jamás había visto una. Caminé hasta el
puente, lo crucé y fui a ver la anguila. No era gran cosa. Mi hermano me la
regaló y yo la agarré con dos dedos. Estaba fría, viscosa, y se debatía
abriendo mucho la boca.
Retomé el
camino de vuelta a la otra orilla y, de repente, apareció el señor amable, que
también había cruzado el puente en bicicleta. Paró la bici, se bajó y me
propuso llevarme en el trasportín. Yo acepté y él me dio unas indicaciones
innecesarias para subirme. ¡Como si nunca me hubiera subido yo en un
trasportín! Me dijo "Pones una pierna a cada lado de la rueda y luego te
sientas". Y eso estaba haciendo cuando antes de llegar a sentarme sentí
sus dedos escurrirse por mi entrepierna debajo de las bragas. Me sobresalté y
me quité. Y él, con aquella sonrisa de dientes exageradamente blancos, me dijo
que no lo estaba haciendo bien, que lo volviera a intentar. Pensé por un
instante que yo me había equivocado, que el señor no pretendía tocarme ahí, que
fue algo fortuito, sin querer. Y volví a intentarlo. Y volví a sentir por
segunda vez sus dedos deslizarse muy rápidos y certeros por debajo de mis
bragas y tocarme ahí donde jamás, nunca, nadie me había tocado.
Me asusté
pero no me atreví a exteriorizarlo. Porque aún me quedaba la duda. Cómo aquel
señor tan amable y tan mayor… No, no podía ser. No era posible. O sí. No lo
sabía. No lo entendía. Le dije que volvía andando y él insistía en llevarme.
Todavía lo oigo decir "Ven, nenina, ven, ven…"
Apuré el paso y luego corrí. Al cruzar el puente, me di cuenta
que la anguila ya no estaba fría, que tenía la misma temperatura que mis dedos,
que ya no se debatía, ya no se erguía, su cuerpecito colgando. Y me entraron
muchas ganas de llorar por la anguila muerta.
B. O.G.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada