El sol
brillaba con fuerza en un cielo completamente despejado, que enseñaba su azul
pulcro y reluciente.
El calor era tan ardiente que incrementaba las ganas que
tenía de vivir esos días de julio entre la playa y la piscina, disfrutando de
las aguas cristalinas y de ese olor a cloro que se había convertido en un aroma
imprescindible del verano.
Faltaban
dos días para mi cumpleaños y la emoción por celebrar ese momento, la emoción
de ser un año más mayor, me hacía sentir enérgica y radiante.
Yo me
encontraba en la piscina, con mis amigas. Habíamos estado toda la mañana en la
playa y tocaba pasar un rato por la piscina, antes de subir a casa.
No me
había quitado la camiseta en toda la mañana; de hecho, en las dos semanas que
llevaba de vacaciones no me había atrevido a mostrar mi torso, todavía, en
público. Ese verano había empezado a notar ciertos cambios en mí. Cambios
importantes que me hacían tomar conciencia sobre la transformación que estaba
sufriendo mi cuerpo, en su paso por la pubertad. Además de experimentar nuevas
sensaciones, que me llevaban a pensamientos y deseos antes inexplorados,
también sentía que mi cuerpo estaba tomando su propia forma, principalmente mis
pechos, que en su desarrollo parecían estar deseosos por salir al mundo.
El
verano anterior apenas se me veían dos diminutos bultos, que dejaban asomar su
pequeño y casi inapreciable pezón. En ese tiempo, ni siquiera prestaba atención
a eso, así que me resultaba realmente fácil mostrarme casi desnuda. Vivía con
total normalidad y sin ningún tipo de alerta o tensión pasarme el día entero
solamente con la parte de abajo del bikini, ya fuera en la playa o la piscina.
Con mi
camiseta puesta, la cual se había convertido en mi fiel aliada y me ayudaba a
sobrellevar esta nueva y curiosa inseguridad, corría por el bordillo, de un
lado a otro de la piscina, tirándome agua con mis amigas y disfrutando entre
los gritos y las risas de ese pequeño y a la vez maravilloso juego de mojarnos.
Obviamente,
mi camiseta estaba cada vez más empapada, pero aún así, yo me resistía a
sacarla de mi cuerpo. Estaba sumergida en esa nueva y desconocida sensación
intentando averiguar qué lugar debían ocupar mis pechos. Pensaba que quizá
tocaba el momento de comprarme un bikini con la parte de arriba o un bañador,
el cual me taparía, también, esa tripita que empezaba a resultarme un tanto
incómoda. Pero me sentía tan extraviada con todo eso, que me resultaba difícil
resolver ese asunto y no sentirme entre dos tierras. Dejármela puesta, sin duda
alguna, era la mejor opción.
De
pronto se acercó él. Era el padre de un amigo y vivía en la misma planta de
apartamentos que mis padres y yo. Su hijo y yo, que teníamos la misma edad,
jugábamos juntos desde los dos años y él y su mujer eran prácticamente como de
la familia. Los días de verano siempre los pasábamos compartiendo las
vacaciones.
Me
llamó, y yo me acerqué. Cuando estuve frente a él, se me quedó mirando, me
cogió la camiseta y mientras me la levantaba con sus manos, dijo:
-
Llevas la camiseta muy mojada; quítatela. Como vayas así a casa, tu madre te va
a reñir.
Levantó
la camiseta hasta mi cuello, clavó sus ojos en mis pechos y yo sentí un
escalofrío que recorrió todo mi cuerpo, tan fuerte, que me quedé completamente
paralizada. Me di cuenta de lo que su mirada buscaba, y mientras volvía a bajar
la camiseta al mismo tiempo que decía:
«bueno, no la tienes tan mojada como pensaba» noté como sus dedos, de
una forma muy suave y sutil, rozaron mis pezones. Mis pies se clavaron al
suelo. Mi cuerpo se tensó y perdí la voz y la movilidad. Con una sonrisa en su
boca, me miró, dio media vuelta y se fue por dónde había venido. Yo me quedé
ahí, parada, petrificada, absorta por lo que acababa de pasar.
Con
mucho esfuerzo e intentando no perder el equilibrio, me moví del sitio y fui
caminando hasta uno de las bancos que había en la piscina. Dejé caer mi cuerpo,
que ahora pesaba como si estuviera lleno de cemento, me senté y de nuevo mis
pies se clavaron al suelo.
Fue ahí
donde cesó el juego, donde desapareció la euforia y la alegría. Donde se esfumó
la ilusión por mi cumpleaños y la emoción por hacerme mayor. Ni dos minutos
atrás, me había sentido quebrantada, despreciada, abusada y violentada. Fue en
ese momento que crucé una línea que no tenía que haber cruzado. Una línea a la
que fui llevada sin mi consentimiento, por quien resultaba ser alguien que yo
creía de confianza y cariño para mí, por quién debería haberme cuidado y no
llevarme a un lugar de miedo y confusión. Ese alguien que me llevó a transgredir
una parte íntima y personal. Alguien que decidió llevarse por su cuenta la
primera experiencia, al contacto, de mis pechos, con unas manos que no fueran
las mías - de un modo que yo no había elegido ni deseado por mí misma.
Empecé
a sentirme desnuda, tan desnuda que ni mi camiseta, mi fiel aliada, podía
protegerme de sentirme así. Era como si hubiera desaparecido. Y me quedé ahí,
expuesta ante el mundo.
Me cayó
una gota en la cara, que me hizo despertar de esa parálisis onírica que acababa
de empezar. Miré hacia arriba y vi que el sol radiante había desaparecido. Que
el cielo con su azul pulcro y reluciente había sido tapado con grandes nubes
negras y entonces, empezó la tormenta...
La
lluvia cayó con fuerza, el viento comenzó a soplar hercúleo y los truenos y
relámpagos se acercaban abriéndose paso entre mar y cielo.
Todo el
mundo empezó a correr, buscando un sitio para refugiarse. Yo seguía sentada en
el banco. El peso de mi cuerpo seguía impidiéndome moverme y mi mente había
decidido diluirse junto con la tormenta, la cual estaba cogiendo, cada vez, más
y más fuerza.
-
¡Raquel, Raquel!, ¿qué haces aquí? ¡Vamos!, nos estamos empapando, vamos a
refugiarnos dentro del portal -gritaba Ana mientras me tiraba del brazo.
Me dejé
llevar por ella y me despegué del lugar. Corrí hacia el portal, todo lo deprisa
que daban mis piernas. Entramos y yo me quedé mirando la tormenta a través de
los cristales, con el deseo de que los rompiera y me llevara volando con ella.
La
lluvia, el viento, los truenos y los relámpagos se habían convertido en las
lágrimas, la frustración, la rabia y la impotencia que momentos antes acababa
de sentir y no había sido capaz de mostrar. Ahora la tormenta mostraba todo eso
por mí.
-
¿Raquel, qué te pasa? -preguntó Ana, con cara de extrañada.- De pronto te has
quedado como atontada.
- No me
pasa nada -le dije.- Sólo que me duele un poco la tripa.
¿De qué
modo podía contar lo que acababa de vivir? ¿Habría tenido yo la culpa por ir
con la camiseta mojada? ¿Acaso esa persona, tan cercana a mi familia, no era
alguien que debía cuidar de mí? Pensarían que me lo estaba inventando todo...
que eran fabulaciones mías y lo estaba exagerando.
A casi
dos días de mi noveno cumpleaños me encontraba haciéndome preguntas que no
correspondían a una niña de mi edad. Preguntas que abarcaban espacios que
debían haber sido explorados desde el consentimiento y la responsabilidad.
Había sido llevada de la inocencia y la vulnerabilidad, a un lugar que quedaba
fuera de mi manejo. ¿Cómo le iba a explicar, entonces, todo eso a Ana? Me
resultaba más fácil guardarlo dentro de mí. Fue en ese momento que decidí
esconderlo en alguna parte de mi cabeza.
-
¡Raquel!, vamos, hay que irse a casa. Se acerca la hora de comer y tu madre me
pidió que te llevará sobre las dos -me dijo él. Y poniendo un brazo sobre mis
hombros y el otro sobre los de su hijo, nos fuimos los tres hacia el ascensor.
Me dejé llevar con mi cuerpo, ahora convertido en plomo, con la mirada al suelo
y la voz extraviada, impotente y paralizada. Asimilando, como podía, la
experiencia que me había quitado la sensación de estar viva.
ESTHER H. LUCAS
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